Pablo Mejía Betancur
pablo.mejia1@udea.edu.co
Instituto de Filosofía
Universidad de Antioquia
Aclaraciones introductorias:
-Las citas que son traducciones propias tendrán un asterisco (*) al final.
-Las citas con alteraciones (paréntesis o cursivas propios) serán marcadas con dos asteriscos (**).
¿Qué sentido tiene que Descartes caracterice su escrito sobre filosofía primera como unas “meditaciones”?, ¿por qué tiene tanta importancia la duda en este texto? En el prefacio al lector, el filósofo afirma que «aquellos que, sin preocuparse por comprender la serie y el nexo de mis razones, se interesan únicamente en inventar argucias contra cada clausula por separado […] no van a reportar gran fruto de la lectura de este escrito» (2008, p. 57). A diferencia de un tratado, en que muchas de las “clausulas” pueden extraerse como tesis substantivas y en que el desarrollo se da progresivamente desde ciertas premisas o definiciones, al meditar no estamos ceñidos a tal rigidez. En una meditación los problemas pueden estar ambiguamente delimitados, los argumentos no se pueden tomar de forma aislada; la edificación del meditar se erige en virtud del orden del procedimiento, un orden que, pese a no ser claro en todo momento, eventualmente alcanza su objetivo, haciendo evidente el sentido de las razones y de su orden. En este orden de ideas, las Meditaciones se asemejan al proceso de esculpir en piedra: se parte de un bloque que se muestra por completo indiferente y en medio de cierta incertidumbre se van removiendo sus partes hasta alcanzar la forma deseada. Pero ¿qué herramientas tenemos para alcanzar tal forma? En las Meditaciones Descartes acude todo el tiempo a la duda para llegar a tal objetivo. Teniendo esto presente, lo que nos proponemos en este escrito es llevar a cabo un análisis del papel y el desarrollo de la duda en las Meditaciones. Para esto, comenzaremos revisando grosso modo la relación de Descartes con la escolástica y con el escepticismo de su tiempo para comprender mejor su pensamiento y el objetivo de su obra. Esto nos conducirá a las Meditaciones, momento en que revisaremos directamente la cuestión de la duda y, siguiendo con la aversión de Descartes por los razonamientos inconexos, nos detendremos a evaluar su vínculo con la búsqueda del fundamento, con los prejuicios y con el conocimiento cierto. Siguiendo a Gueroult, «[d]ebemos pues ante todo desnudar el orden de las razones que es la condición sine qua non del valor de la doctrina de Descartes a sus propios ojos»* (1984, p. xx). Con este análisis pretendemos mostrar que el papel de la duda en las Meditaciones es mucho más que uno meramente instrumental y revisar qué tiene ésta para decirnos del pensamiento y la obra de Descartes.
Cuando hablamos de las características de la filosofía moderna es común oír sobre un rechazo hacia la escolástica, particularmente hacia el concepto de lógica profesado por ésta. Cuando nos enfrentamos a Descartes, es común encontrarnos repetidamente con una «repudiación de la dialéctica» (Cassirer, 1986, p. 447) y con «la recusación del silogismo como método fundamental del conocimiento» (Ibid.). En sus Reglas para la dirección del espíritu, Descartes ataca repetidamente el conocimiento meramente probable, el cual tiene como máxima expresión «las máquinas de guerra de los silogismos probables de los escolásticos» (1996, p. 69). En su Investigación de la verdad por la luz natural, el filósofo francés habla de «los entes escolásticos […], los cuales solo subsisten […] en la fantasía de quienes los inventaron» (2011, p. 87). Podemos evidenciar otra manifestación de este rechazo hacia la escolástica en la entrevista que le hace Burman al filósofo, donde éste afirma que «los monjes han dado ocasión a todas las sectas y herejías con su teología, es decir, la escolástica, que debería ser eliminada antes que nada» (2011, p. 456). Si añadimos a estos ataques la propuesta reiterativa de Descartes de “derribar” nuestras creencias para «establecer algo firme y permanente en las ciencias» (2008, p. 69), quedamos con la difundida imagen del filósofo como alguien que busca desterrar todo el conocimiento disponible (Ipperciel, 2002, p. 638). Pero ¿es acertada esta caracterización?
Es preciso notar que las críticas que vimos no están dirigidas a toda la tradición, sino hacia un grupo muy particular que Descartes engloba bajo la denominación de “los escolásticos”. ¿Qué es lo que Descartes reprocha a éstos? Como vimos, una parte fundamental del problema está en la noción de “conocimiento probable”, conocimiento del que no se puede tener certeza. Esta preocupación es explícita en una carta de Descartes a Mersenne de 1633, en la que el filósofo escribe: «[s]on tantas las opiniones en filosofía que son meramente probables y debatibles, que si las mías no tienen nada más cierto y no pueden ser aceptadas sin controversia, entonces no las quiero publicar jamás» (AT i. 271-2). De este modo, vemos que Descartes orienta sus esfuerzos a elaborar un sistema cuya certeza sea, al menos, superior a la de sus contrapartes teóricas: el naturalismo (doctrina según la cual no hay que recurrir a Dios para explicar los fenómenos naturales) y, como hemos visto, el aristotelismo escolástico (particularmente su concepción y uso de la lógica) (cf Gaukroger, 2002, pp. 185-186). Este sistema es el mecanicismo, una «filosofía natural hipotética» (Gaukroger, 2002, p. 185) que busca describir los fenómenos del mundo en función del movimiento (atribuido y preservado por Dios). Señalamos el carácter hipotético de este sistema (el cual se evidencia desde las Reglas hasta los Principios, pasando por el Discurso, como se evidencia en (Descartes, 1996, p. 117) o en (Detlefsen, 2019, p. 103)) para mostrar que Descartes considera posible alcanzar conclusiones verdaderas partiendo de supuestos, lo cual es una muestra de que la búsqueda de conocimiento cierto en Descartes no consiste en rechazar toda creencia y conocimiento disponible, sino, más bien, en someterlos a una evaluación crítica y meticulosa, con la esperanza de alcanzar conocimiento cierto y no meramente probable. Si leemos con más cuidado la propuesta de derribamiento de Descartes, lo que éste pretende es deshacerse de las «cosas falsas que, con el correr del tiempo, he admitido como verdaderas, así como lo dudoso que es todo lo que sobre ellas construí posteriormente» (Descartes, 2008, p. 69). La cuestión es: si hemos estado expuestos durante toda nuestra vida a cosas falsas enmascaradas como verdades, entonces es preciso tratar de volver a los cimientos, pues solo desde allí podemos evaluar nuestros prejuicios de forma adecuada, sin partir de otros prejuicios no justificados.
Se ha pensado que la inquietud de Descartes por la evaluación de los prejuicios y la búsqueda de conocimiento cierto adquirió cierta urgencia con la condena de Galileo, la cual «propició la inquietud por cómo legitimar la filosofía natural y, en particular, por cómo sería posible elevarla por encima del nivel de lo hipotético»* (Gaukroger, 2002, p. 304). Esta cuestión pudo haber sumado al desarrollo de la disposición de volver a los cimientos, pues un fundamento metafísico sería el suelo que legitimaría la filosofía natural cartesiana. Frente a esto surge la pregunta ¿cómo debemos abordar este regreso a los cimientos? Para esta tarea, el filósofo se acercó al escepticismo, doctrina que tuvo un gran auge en Europa en el siglo XVI con la traducción al latín de la obra de Sexto Empírico, la cual «presentaba una serie de argumentos destinados a demostrar que la suspensión del juicio (la duda) era la única vía racional frente a las pruebas contradictorias y cambiantes de nuestras creencias»** (Cottingham, 1993, p. 51). Esta corriente compartía con la visión cartesiana un profundo rechazo hacia la escolástica y una gran inquietud por la posibilidad de tener conocimiento, con lo cual podría pensarse que más que un enemigo teórico, el escepticismo podría ser un aliado para Descartes. Elementos como el criterio de claridad y distinción, la precaución con los prejuicios, la desconfianza hacia la información sensorial, el uso del método y la duda, los cuales son centrales en la búsqueda cartesiana de conocimiento cierto, parecen tener una gran afinidad con el escepticismo. De hecho, el historiador de la filosofía Étienne Gilson (1947) ha señalado múltiples similitudes entre postulados de Descartes y del discípulo de Montaigne, Pierre Charron, en su “Tratado Sobre la Sabiduría”, donde «antes de Bacon o Descartes, propuso un método para liberar la mente de los prejuicios, errores y dogmas acumulados»** (Popkin, 1954, p. 831). Revisemos lo que dice Descartes: respondiendo a quienes lo vinculan con esta corriente, el filósofo afirma que «no es que imitara a los escépticos, que dudan por sólo dudar y se las dan siempre de irresolutos; por el contrario, mi propósito no era otro que afianzarme en la verdad, apartando la tierra movediza y la arena, para dar con la roca viva o la arcilla» (2011, p. 121). Ahora bien, dado que hay indicios para pensar que Descartes evitaba atribuir crédito a sus influencias (véase el problema con Beekman en (Berkel, 2013, pp. 168-170)), es preciso preguntarnos ¿en efecto dista tanto Descartes de los escépticos?
En sus objeciones a las meditaciones, Hobbes (refiriéndose a la duda hacia las cosas sensibles) le reprocha a Descartes el no haberse «abstenido de publicar cosas tan viejas» (Descartes, 2008, p. 447). Y es que, en realidad, pese a su invitación a “derribar” buena parte del conocimiento disponible, parece que Descartes mantiene muchas de sus creencias previas durante este proceso de «comenzar de nuevo desde los primeros fundamentos» (Descartes, 2008, p. 69). Esto resulta más que evidente cuando, mirando retrospectivamente su proceso meditativo, el filósofo afirma que su trato de la existencia de Dios consistía en «fingir que no [la] conocía»** (2008, p. 210). Esto parece acercar a Descartes a los escépticos de su tiempo, pues en ambas filosofías coincidían armoniosamente la propensión a dudar de todas las cosas y la plena creencia en Dios. Montaigne, por ejemplo, afirma: «yo no he tenido necesidad distinta a la de gozar dulcemente de los bienes que Dios por su liberalidad puso entre mis manos» (2013, p. 275). La caracterización de Pessoa de esta armonía entre escepticismo y creencia nos parece bastante iluminadora en este punto: «A quien no posee creencias, hasta la duda le resulta imposible, el mismo escepticismo carece en él de fuerza para desconfiar» (2013, p. 286). Si queremos dudar, hay que dudar de algo y ese algo que revestimos de incertidumbre solo puede aparecer con una creencia previa; sin antecedentes, la duda no solo carece de todo sentido y utilidad, sino, también, de las meras condiciones para darse. Esta idea resuena especialmente con Descartes, quien responde a la objeción de Hobbes mencionada previamente, afirmando que entre las razones para dudar está «hacer ver cuán firmes y seguras son las verdades que propongo luego» (2008, p. 448). Siguiendo esto, vemos que parte de la novedad de la duda en Descartes es «la naturaleza de la verdad buscada» (Sánchez, 2013, p. 66). Ahora bien, miremos más a detalle la naturaleza de la duda cartesiana como tal frente a la de los escépticos.
Volviendo a la afirmación de Descartes, la distinción que éste hace entre su pensamiento y el de los escépticos yace principalmente en la función que se da a la duda. Estos, dice Descartes, “dudan sólo por dudar”, mientras que él la utiliza “para afianzarse en la verdad”. Evaluemos esto comparando el uso de la duda en ambas partes: tomemos, para empezar, la breve caracterización que hace Descartes de la utilidad de la duda en el resumen de las Meditaciones: la duda «(1) nos libera de todos los prejuicios y (2) nos abre la vía más fácil para desprender la mente de los sentidos; y (3) hace, por último, que no podamos volver a dudar de lo que luego descubramos que es verdadero» (2008, p. 61). Ahora tomemos a Charron como referente del uso escéptico de la duda: para éste, toda búsqueda de conocimiento por medios humanos va a suponer un fracaso, en tanto nuestras facultades jamás nos permitirán alcanzar conocimiento cierto, el cual solo se puede obtener por vía de la divinidad. Así, la propuesta de Charron en su Tratado es que se debe dudar de todo para librarnos de los prejuicios y llegar a tener nuestra mente en blanco, estado ideal para recibir la Revelación divina, que es la única forma posible de conocimiento (cf, Popkin, 1954, pp. 831-833). Con esto, puede vislumbrarse una considerable afinidad entre el uso de la duda de los escépticos y los primeros dos puntos de la caracterización de Descartes y, además, se cae la primera parte de aquel postulado en que el filósofo se comparaba con los escépticos: los nuevos pirronistas no dudan “solo por dudar”. Ahora bien, lo que sí es importante notar sobre la aplicación metódica de la duda por parte de los escépticos es que su fin solo es liberar a la mente de todo prejuicio; el conocimiento no es una consecuencia necesaria de la aplicación del método, sino «un milagro que ocurre, o que puede ocurrir, después de que el método ha sido aplicado»* (Popkin, 1954, p. 833). Esto nos permite notar que efectivamente hay una diferencia significativa entre el carácter metódico de la duda en Descartes y los representantes del escepticismo, pues en aquel, el conocimiento sí puede adquirirse por vías humanas y el método (y dentro de este, la duda) supone el camino, no para recibir conocimiento de forma providencial y pasiva, sino para efectivamente alcanzar el conocimiento cierto.
Con esta mirada comparada entre Descartes y los escépticos, se cae la imagen del filósofo como alguien que busca desterrar todo el conocimiento disponible: por un lado, teniendo presentes las similitudes entre ambas partes, vemos cómo la filosofía de Descartes bebió en gran medida del escepticismo; de hecho, en su biografía intelectual del filósofo, Gaukroger rastrea los aparentes primeros intereses del filósofo por hallar un fundamento metafísico desde «la consideración de las preguntas epistemológicas planteadas por el escepticismo»* (2002, p. 304) en una discusión registrada por Samuel Hartlib entre el pastor John Dury y Descartes, en la que éste «desafió a aquel ‘apelando a la falta de certezas de todas las cosas’» (Ibid.). Si queremos ir incluso más allá, tenemos la interpretación de Popkin, quien no solo afirma que Descartes tomó algunos elementos del escepticismo en virtud de su búsqueda de fundamento, sino que «estaba dispuesto a adoptar el método [pirronista] y proseguirlo con incluso más vigor […] que Sexto empírico, Montaigne, Charron», pues «el método de la duda sistemática […] [y] la limpieza de la mente revelarían las verdades indudables […] haciendo visibles aquellas que de antemano se encuentran en la mente» (1954, p. 836). Por otro lado, la idea de que desterrar todo el conocimiento disponible hace parte del proyecto de Descartes se disipa teniendo en cuenta que ninguna manifestación de la duda (ni siquiera la duda hiperbólica) puede existir sin creencias previas. Como decíamos, para dudar sobre algo, tener una creencia como antecedente es una condición necesaria, ¿de qué modo podría plantearse una hipótesis como la del genio maligno sin alguna creencia previa? Con esto presente, tenemos que el conocimiento disponible no puede ser desterrado dentro del proyecto cartesiano (cabe agregar que no puede serlo en ningún proyecto). De hecho, la relación que mostramos entre Descartes y los escépticos muestra que el conocimiento disponible no solo es imposible de desterrar, sino que es imprescindible para llegar a los cimientos buscados por el filósofo.
Parece que nuestro entorno está por completo permeado de “la tierra movediza”, el ‘conocimiento’ que hemos alcanzado es bastante inestable y, debido a su falta de firmeza, falla con facilidad. Para evitar las fracturas, es preciso dar con “la roca viva”, con el fundamento. En la segunda meditación, Descartes ilustra esto comparando su búsqueda con la de Arquímedes: «Arquímedes no pedía más que un punto que fuese firme e inmóvil para mover a toda la tierra de su lugar; hay que también esperar grandes cosas, si llego a encontrar algo, así sea mínimo, que sea cierto e inconmovible» (2008, p. 81). Como veníamos diciendo, Descartes se vale de la duda para dar con este “algo cierto e inconmovible”. La duda será tomada provisionalmente como una herramienta para aceptar o rechazar una creencia particular como cierta. Desde la primera meditación, Descartes afirma que para rechazar una opinión como falsa es «suficiente […] si en cada una encuentro alguna razón para dudar» (2008, pp. 69-71). Más adelante, en esta misma meditación, el filósofo hace más explícita la radicalidad de su procedimiento, afirmando que «no hay nada de lo que antes juzgaba como verdadero, de lo que no sea lícito dudar, y esto no por falta de consideración o por ligereza, sino por razones válidas y meditativas» (2008, p. 75). Luego, comenzando su segunda meditación, Descartes afirma que va a «esforzarse y a intentar de nuevo el mismo camino por el que entré ayer, removiendo todo aquello que admite la más mínima duda, de la misma manera que si lo hubiera encontrado por completo falso» (2008, p. 81). De este modo, y en virtud del objetivo de la búsqueda del fundamento, “dudoso” se toma como sinónimo de “falso” durante las primeras meditaciones; la pregunta es ¿por qué? Como indica Sánchez de León, «el fundamento buscado lo es de todas las cosas, i.e., de la realidad tomada en su totalidad, no de un determinado conjunto de entes, […] [lo cual implica] que las cosas tomadas en su conjunto están menesterosas de un […] cimiento que las asegure» (2013, p. 61). De este modo, el fundamento debe ser algo distinto de “las cosas”, lo cual «conlleva una devaluación o rebajamiento generales del valor (ontológico) de los entes […] [de modo que] las cosas pasan a ser […] mixtos de ser y no-ser» (Sánchez, 2013, p. 62). Además de esta devaluación ontológica de las cosas, fruto de la falta de evidencia de éstas, Descartes va incluso más allá y niega la certeza de las matemáticas y con ellas, como afirma Hume «de nuestras propias facultades» (2007, p. 149). Esto se debe a que, pese a ser evidentes, «las verdades matemáticas […] son con respecto al fundamento buscado algo derivado, metafísicamente secundario, y eso […] es lo que las hace objetables» (Sánchez, 2013, p. 66). Así, tenemos que la duda se sitúa sobre (1) el estatus ontológico de las cosas y (2) las matemáticas y la racionalidad mismas.
Revisemos el primer aspecto: siguiendo el Breve Diccionario Etimológico de la Lengua Castellana, “dudar” viene del latín dubitare, derivado de dubius, que a su vez lo es de duo ‘dos’, por las dos alternativas que causan la duda. En el ambiente gestado por la naturaleza de la búsqueda del fundamento, no podemos saber si las cosas que suponíamos producían nuestras representaciones son o no son, de modo que nos encontramos vacilantes frente a dos alternativas, lo cual pone en entredicho la realidad del mundo (si es que podemos hablar en tales términos). Esto responde a lo que suele nombrarse duda hiperbólica débil; no obstante (introduciéndonos al segundo aspecto) lo más idiosincrático de las meditaciones es la denominada duda hiperbólica fuerte, la cual se manifiesta en el genio maligno. Para encontrar el fundamento no es suficiente con dudar de la realidad del mundo, hay que dudar aun de lo que (incluso siendo evidente) no sea fundamento, así esto suponga llegar «hasta el extremo de declarar la inconsistencia de la racionalidad misma» (Sánchez, 2013, p. 65). Esto, a su vez, nos conduce a la cuestión de la duda metódica: dado que la empresa cartesiana consiste en buscar el fundamento, «la duda […] sólo persiste mientras se mantiene la búsqueda […], [ésta] no vale por sí misma, sino que está subordinada a un determinado objetivo, que es justamente disolverse» (Sánchez, 2013, p. 66)
Lo que Descartes busca en las meditaciones es el fundamento, el cual, para saber que efectivamente es fundamento, debe ser por completo indudable, es decir, se debe poder tener una certeza absoluta de ello, aquella «que tenemos cuando pensamos que no es en modo alguno posible que la cosa sea de otra forma a como la juzgamos» (Descartes, 2002, p. 412). Así, la duda se disuelve cuando aparece la certeza absoluta, cuando pasamos del terreno del conocimiento meramente probable al del conocimiento cierto. En el caso de las meditaciones, esta certeza absoluta está en los fundamentos: la existencia y esencia de (1) sí mismo y (2) de Dios. Descartes se percata de su propia existencia al darse cuenta de que el posible engaño del Dios maligno está dirigido a él, de modo que: «Ego sum, ego existo» (Descartes, 2008, p. 82). A su vez, al afrontar las consecuencias de la posible existencia de un Dios engañador, Descartes se percata de su propia esencia: «¿qué soy yo, ahora que supongo que hay alguien en extremo poderoso […] que emplea todas sus fuerzas y toda su destreza en engañarme? […] aquí encuentro que el pensamiento es un atributo que me pertenece: sólo él no puede ser desprendido de mí» (2011, p. 172). La secuencia de este descubrimiento es bastante diciente, vemos que, en el orden de las razones, (a) la propia existencia aparece antes que la esencia, orden inverso al que se da en las demás cosas (vemos que tanto en Dios como en las cosas materiales, la esencia se descubre antes que la existencia). Respecto a la certeza de la esencia y existencia de Dios (sustancia infinita), aunque este tema excede el alcance de este escrito, es preciso señalar, que, pese a aparecer después del cogito (sustancia finita), Descartes afirma que «hay más realidad en la sustancia infinita que en la finita, y que por lo tanto, de alguna manera, (b) se da en mí antes la percepción de lo infinito que de lo finito, esto es, de Dios antes que de mí mismo»** (2008, p. 117). Con estas dos anotaciones (a y b), vemos que el orden de las razones no responde a un orden lógico ni ontológico, sino, podríamos decir, a un orden meditativo.
Podemos caracterizar el orden de las meditaciones como la transición de la duda a la certeza, o de lo oscuro e indistinto hasta lo claro y distinto. Ahora bien, ¿cómo se da esta transición?, ¿cómo pasamos de poder dudar de todas las cosas a afirmar que «deben rechazarse las dudas hiperbólicas de los días anteriores como dignas de risa» (Descartes, 2008, p. 195)? Podríamos acudir a la idea de que la duda es un medio cuyo fin es precisamente disolverse; sin embargo, esto no es tan sencillo en la práctica. Hume, por ejemplo, afirma que «si alguna vez pudiera ser alcanzada por cualquier criatura humana (como claramente no lo es), [la duda cartesiana] sería enteramente incurable; y ningún razonamiento podría jamás llevarnos a un estado de seguridad y convicción sobre ningún tema»* (2007, p. 149). Muchos otros, pese a asentir a la demostración del cogito, son más escépticos frente a la de Dios, lo cual haría imposible que el meditador saliera del estado de la duda hiperbólica. Este par de objeciones nos dan pie a evaluar otro aspecto de lo que llamamos el “orden meditativo”. ¿Por qué Descartes introduce la duda con tanta convicción desde el comienzo de sus meditaciones?, ¿por qué está tan seguro de la utilidad de la duda hiperbólica como método? No es sino hasta bien entrada la segunda meditación, cuando el filósofo evalúa su esencia como cosa pensante, que el acto de dudar se sitúa en el dominio de la certeza (en tanto uno de los elementos constitutivos de ser cosa pensante es dudar), pero Descartes venía valiéndose de la duda desde un principio. Es como si antes de la primera de las certezas ya estuviera operando una certeza implícita bajo la figura de la duda. Algunos años después de la publicación de las Meditaciones, en sus Principios, el filósofo expresa esta precisa idea explícitamente: «no podríamos suponer […] que no somos mientras estamos dudando de la verdad de todas estas cosas» (2002, p. 25). Vemos que a lo largo de las Meditaciones, las certezas aparecen en el orden inverso al que aparecen las dudas (como si estuviéramos desarmando algo y volviéndolo a ensamblar en el orden en que removimos sus partes). Empezando por el cogito hasta llegar a las cosas materiales, evidenciamos la transición que mencionábamos previamente de lo oscuro e indistinto a lo claro y distinto. Esto podría invitarnos a sospechar que el texto de Descartes es más una suerte de puesta en escena que un genuino esfuerzo filosófico. Frente a esta suspicacia podemos recordar un par de cosas: en primer lugar, cabe detenernos a pensar qué escrito no es una suerte de puesta en escena. La palabra escrita en filosofía (y quizá en todos los demás ámbitos y disciplinas) siempre tiene algo de esfuerzo retórico y siempre es una síntesis de numerosos discursos previos (mentales, escritos y verbales). En las Meditaciones, naturalmente, vemos varias figuras ya conocidas en la obra de Descartes como la indagación por los principios, la preocupación por el método, la caracterización de la materia en función de la pura extensión. Lo que hace Descartes es visitar algunos elementos nuevos y otros ya comunes como estos, de modo que le permitan construir y exponer su razonamiento en un orden tal que se hace evidente su propia verdad; de modo que sí, las Meditaciones son una suerte de puesta en escena que, a su vez, es una aguda reflexión sobre lo que puede ser el fundamento del conocimiento y de la realidad en su totalidad. Ahora bien, en segundo lugar, puede ser valioso recordar, como señalábamos cuando expusimos algunos rasgos de la filosofía natural del filósofo, la estima en que Descartes tenía a las hipótesis: en lugar de tacharlas por no ser conocimiento cierto, éste era un gran partidario de su uso. Recordemos la invitación que nos hace en las Reglas: «no creáis, si no os place, que la cosa es así; pero, ¿qué impedirá que adoptéis las mismas suposiciones, si es evidente que ellas en nada disminuyen a la verdad de las cosas, sino que, por el contrario, las tornan a todas mucho más claras?» (Descartes, 1996, p. 117). El meditador comienza con una única directriz: dudar ¿Por qué?, ¿qué le hace sospechar que este camino puede llevarlo a buen puerto? Al principio no lo sabemos y, como señalábamos previamente, es solo en la recta final de la segunda meditación que la duda, en tanto parte del cogito, se reviste de certeza. Ahora bien, pese a esta peculiar dinámica de la duda al comienzo del texto, eventualmente (llegando al final de las Meditaciones) ésta, como asevera el filósofo, “torna todas las cosas mucho más claras”. Decir que la duda opera como hipótesis en las meditaciones puede ser un tanto imprudente, habría que evaluar esto con más detenimiento, pero para los propósitos de este texto es suficiente con mostrar y mantener muy presente la cercanía entre el uso de la duda y la caracterización de Descartes de las hipótesis. Se supone algo en medio de una gran incertidumbre y eventualmente, la validez del supuesto se ve confirmada en virtud de las verdades que se alcanzaron gracias a éste. La duda no solo «hace que no podamos volver a dudar de lo que luego descubramos que es verdadero» (Descartes, 2008, p. 61), sino que en ella está la semilla de lo que luego será descubierto como verdadero; en otra palabras, la duda no es un estadio anterior a la certeza que se disuelve cuando ésta es alcanzada, sino, más bien, una de sus condiciones de posibilidad, lo cual no le quita a las Meditaciones nada de coherencia, rigor ni su profundo compromiso con el conocimiento cierto.
Trayendo nuevamente a Pessoa, éste caracteriza la duda en uno de sus cuentos como «la certeza de no tener certeza de algo» (2019, p. 94), caracterización que hace explícito precisamente lo que intentamos mostrar: la duda no solo tiene un carácter metódico en la obra de Descartes, sino que ésta aparece como una primera certeza. La duda en las Meditaciones no es un estado de pura indecisión, sino más bien una permanente manifestación de las certezas que están por venir. En lugar de impedirnos llegar “a un estado de seguridad y convicción sobre ningún tema”, como dice Hume, introducir esta forma de la duda es precisamente el primer paso hacia la primera de las certezas, el cogito. Como mencionábamos previamente, el mismo Descartes dice que lo que estaba haciendo era fingir. El filósofo no estaba derribando todas sus creencias, sino, podríamos decir, reconstruyendo los cimientos, manteniendo parte de la edificación y derrumbando lo demás. La propia existencia aparece como una antesala de la esencia, el cogito de Dios, y la duda del cogito y, podríamos decir, de la posibilidad misma de la certeza.
Alguien observará que la conclusión precedió sin duda a las “pruebas”. ¿Quién se resigna a buscar pruebas de algo no creído por él o cuya prédica no le importa?
(Borges, 2012, p. 188)
Referencias
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