Por: Elizabeth Cardona Muñoz
elizabeth.cardonam@udea.edu.co
Instituto de Filosofía
Universidad de Antioquia
La metafísica a menudo se percibe como un vocablo perteneciente a capítulos ya cerrados de la historia de la filosofía; su lugar paradigmático se encuentra entre voluminosos tratados que poco se parecen a lo que es el oficio filosófico hoy en día. A esto se le suma el hecho de que una parte considerable de los textos de filosofía contemporánea se ha constituido como un esfuerzo por desmontar concepciones metafísicas de orígenes antiquísimos. Así, para muchos ésta es una subdivisión de la filosofía ya obsoleta. Aunque esta inclinación “anti-metafísica” no puede atribuirse por entero a la contemporaneidad (piénsese, por ejemplo, en las críticas realizadas por Locke, Hume y Kant a la metafísica),[1] el avance científico y tecnológico actual ha contribuido notablemente al desprestigio de la metafísica. Nuestra comprensión de la naturaleza del mundo, de los otros, y de nosotros mismos cada vez parece poder explicarse mejor en términos científicos (específicamente en los términos estructurales y funcionales ofrecidos por las teorías científicas actuales), por lo que la recursión a teorías metafísicas acerca de la esencia de las cosas parece más un juego de palabras que un paso certero hacia una mejor comprensión del mundo.
Esta tendencia es especialmente marcada en algunos sectores de la filosofía de la mente, pues el estrecho vínculo que ésta guarda con ciencias como la psicología y la neurociencia ha hecho de la especulación metafísica un ejercicio poco esclarecedor y provechoso a la hora de responder preguntas filosóficas acerca de lo mental. El desarrollo mismo de esta disciplina es una buena ilustración de esta tendencia: la filosofía de la mente nace principalmente como una respuesta al dualismo cartesiano que se constituyó durante varios siglos como la concepción metafísica dominante acerca de la naturaleza no sólo de lo mental, sino del mundo físico. Esta respuesta, empero, no sucedió espontáneamente; fue posible gracias a los primeros desarrollos de la neurociencia que permitieron trazar relaciones claras entre estados cognitivos y el funcionamiento del cerebro. Esto exigió un replanteamiento de la división cartesiana entre res cogitans y res extensa: no sólo parecía que la ciencia podría responder el enigma que ya se le había planteado en su momento a Descartes (¿cómo interactúan dos sustancias radicalmente distintas?), sino también que, en buena medida, las manifestaciones mentales subjetivas parecen ser, consistentemente, un producto del funcionamiento fisiológico del sistema nervioso. De hecho, la mayoría de nuestras capacidades cognitivas han logrado explicarse, general y específicamente, siguiendo este modelo metodológico: nuestras capacidades lingüísticas, perceptuales, memorísticas, etc., parecen depender en buena medida de procesos fisicoquímicos que tienen lugar en el cerebro. Es así como el monismo fisicalista ha llegado a desplazar al dualismo como la teoría más robusta en filosofía de la mente hoy. Expuesto de este modo, podría asegurarse entonces que el triunfo del monismo fisicalista sobre el dualismo cartesiano es, en efecto, el triunfo de la ciencia sobre la metafísica, y por tanto la tendencia anti-metafísica estaría plenamente justificada (si no absolutamente, por lo menos sí en lo concerniente a las explicaciones acerca de lo mental). Sin embargo, podría cuestionarse si dicho triunfo ha tenido lugar y si, de ser así, esto supone realmente la eliminación de teorías metafísicas a favor de teorías científicas.
El argumento más contundente en contra de los supuestos, las implicaciones, y la tesis misma del monismo fisicalista se encuentra condensado en el denominado “problema difícil” de la conciencia (Chalmers, 1995). El “problema difícil” encierra fuertes críticas al monismo fisicalista en la medida en que este muestra que: 1) no hay correlatos cerebrales que den cuenta de por qué los estados cognitivos vienen acompañados de experiencia consciente, 2) en el aparato conceptual de la ciencia no parece haber espacio para el fenómeno de la experiencia consciente. Esto ha permitido a los detractores del fisicalismo señalar sus deficiencias explicativas: por un lado, tal monismo resulta meramente ilusorio, dado que hay por lo menos un fenómeno mental que no logra ajustarse a su esquema explicativo (es decir, que se resiste a definiciones funcionales y que en principio parece no ser un fenómeno meramente físico) y, por otro lado, se replantea la gran objeción al cartesianismo: aun cuando parece existir una correlación entre estados psicofísicos y estados de consciencia, de los primeros no se sigue la existencia ni el carácter cualitativo de los segundos. ¿Cuál es entonces la relación entre unos y otros? Frente a esto, la respuesta del fisicalismo ha sido, de acuerdo con Chalmers (1995), transformar el problema general de la consciencia en otro más específico susceptible de ser explicado en términos funcionalistas, o simplemente, calificarlo como un falso problema sin ofrecer alternativas para responder satisfactoriamente.
Lo que pone de relieve el “problema difícil” es que éste es un problema que va más allá de lo que la neurociencia o la psicología puedan llegar a descubrir o demostrar, sencillamente porque sus herramientas no están diseñadas para darle solución. Lo que se encuentra en juego son entonces cuestiones metodológicas; el modo en que estudiamos la mente, los presupuestos implícitos, y el tipo de evidencias y argumentos que se toman por válidos. Más aun, estos aspectos metodológicos se han establecido en la ciencia precisamente al definir lo físico como objeto de estudio. En las ciencias objetivas la pregunta de la naturaleza de las cosas está estrechamente vinculada a cuestiones metodológicas: no hay modo de saber a priori si una teoría, una idea, o un concepto se refiere o no a un objeto físico. Más bien, esto se define a posteriori, una vez se prueba que ésta es susceptible de tratamiento científico. Ahora bien, si en principio, todas las entidades que hacen parte de nuestra ontología fiscalista son aquellas que pueden ser explicadas por la ciencia, parece que la tesis del monismo fisicalista acarrea una petición de principio. Dicho de otro modo, los métodos de la ciencia se han establecido en virtud del objeto y el tipo de explicaciones que ésta pretende dar. Así, la existencia del problema difícil no es sino la manifestación de los profundos compromisos metafísicos de la neurociencia hoy.
Dado lo anterior, lo que en últimas se encuentra en juego es si aceptamos o no el principio monista-fisicalista a la hora de hablar de la mente: ¿puede ser la mente explicada completamente apelando a los métodos de la ciencia? O, de manera análoga, ¿es suficiente explicar el funcionamiento del cerebro para comprender lo que es la mente? Existen entonces buenas razones para creer que para dirimir el “problema difícil” y sus derivados (como el de los qualia, el de la fenomenología cognitiva, entre otros), es necesario responder negativamente a estas preguntas y elaborar una metafísica abarcante de la mente, que no la conciba exclusivamente desde el punto de vista de su sustrato físico sino que, por definición, incluya sus aspectos subjetivos. Esto implicaría una revolución en la metodología, en las herramientas que se consideran apropiadas para el estudio de la mente, y una transformación profunda de nuestra comprensión de los problemas tradicionales de la filosofía de la mente.
Referencias
Chalmers, D. J. (1995). Facing up to the problem of consciousness. Journal of Consciousness Studies 2 (3):200-19.